DISTORSIÓN DE LA REALIDAD
- Jeniffer Alexandra Solano Perez 11-01 Humanidades
- 6 ago 2017
- 4 Min. de lectura
Sí. Yo la maté. No me arrepiento y por eso hablaré de ello. Era lunes, y los lunes de por sí tienen una carga homicida; es ese día en que sale el instinto criminal de todos aquellos hombres que resguardan en su interior ira por la cotidianidad. ¿Cómo empezar? Para que usted, amable lector, me entienda, debo remitirme al día que la vi por primera vez.
Detesto la sociedad, esa idea de unidad que predican las naciones me parece nauseabunda, y jamás encontré mejor compañía que la de los libros. Mi tiempo lo divido en la biblioteca y en lugares abandonados, allí el calor humano es nulo y se puede gozar de su propia compañía. Mi vida la transito entre personajes, ellos tienen más alma que las personas. Por eso nunca ha sido mi prioridad entablar una relación con nadie.
A las 5 de la tarde, como todos los días, llegué a la biblioteca de la ciudad, me dirigí a una silla situada al lado de una ventana donde siempre podía presenciar un buen paisaje. Tome un libro de la estantería y proseguí con la lectura en la página 58 “El solitario, combatiente a su manera, siente la necesidad de poblar su soledad con enemigos reales o imaginarios. Si es creyente, la llena de demonios, sobre la realidad de los cuales no se hace, a menudo, ninguna ilusión. Sin ellos, caería en la sosera: su vida espiritual se resentiría”. Tome un tiempo para digerir aquél enunciado y mirar hacia la ventana, como lo hago normalmente cada que sucede algo así. De repente, vi la silueta de un cuerpo femenino, un ángel en medio de la oscuridad. por un momento olvide los pensamientos existencialistas que me invadían día a día y observe como un gato se enredaba por su lánguida pierna, era hermosa, no hermosa de revista, sino una hermosura peculiar, que me hacía sentir que jamás en la vida había visto un cuerpo femenino.
La atracción fue inevitable, aquel espectro invadió mi mente, me sacó de mi mundo y no pude pensar en otra cosa más que en aquella hermosa criatura. ¡Qué importaba su cabello!, ¡qué importaba su figura!, ¡qué importaba su nombre!. Un silencio aturdidor invadió mi alma y en mi cabeza, donde ahondaban millones de ideas, solamente había espacio para ella. Ensimismado en mi delirio de fascinación olvide no dejarla ir y desapareció. La fuerte obsesión por volver a verla se adueñó de mí ser, tenía que verla de nuevo, tenía que encontrarla. Recordaba su belleza extraña, el gato girando alrededor de su pierna señalándome que era ella, su peculiar forma de mover sus manos como danzando con el aire y las hojas de otoño que caían de los árboles sobre sus hombros. El recuerdo me acompañaba por las mañanas y la antigua idea del mito del andrógino de Platón se adueñó de mí. Yo, que toda mi vida la había planeado solo, había encontrado a mi otra mitad.
Me invadía la idea de que ella también me había encontrado y que en algún lugar me estaba buscando. Por tal razón día tras día volvía a la biblioteca esperando encontrarla. Miraba por horas a través de la ventana pero su figura no aparecía. Cioran, Nietzsche ni Camus hacían ya parte de mi vida, mi vida ahora era ella.
Penetrado en mi obsesión y en el mundo que ella llenaba, comencé a establecer contacto humano esperando una respuesta, olvidaba comer, y el licor iba siendo mi única compañía. Mi vida valía la pena, tenía esperanza, la tenía a ella.
La imaginé riendo, la imagine hablando, la imagine cantando y ese imaginario me hacía pensar que la felicidad existía y que si no la encontraba, jamás probaría ese delicioso manjar.
Una tarde, la encontré, cruzaba la calle con unas pinturas, algo afanada. La seguí y descubrí donde vivía. Una felicidad inmensa se apoderaba de mí y mientras la abordaba le iba diciendo todos los deseos de los cuales era poseso, mis más íntimos apetitos y todo lo que su lánguida figura me provocaba. Pero la vi reír y no era su risa, la escuché hablar y no era su voz. En ese momento me di cuenta que no era ella, no era mi otra mitad, no me pertenecía; y ella, que antes me era tan lejana e indiferente, ahora se acercaba a mis labios cándidos para que yo besará los suyos.
Sentí repulsión y esa imagen nauseabunda me hizo salir corriendo. Ella me miraba sorprendida y sin entender que pasaba siguió su camino. Mi mente empezó a divagar ¿cómo me había podido enamorar de su recipiente? ¿Por qué aquella figura sin nada especial me había obsesionado tanto? Después de horas y horas de pensar y analizar la situación descubrí la verdad. El cuerpo de mi amada había sido poseído y ese sujeto que se encontraba allí no era más que un demonio que nos quería separar. Tenía que salvarla, tenía que hacer lo posible para estar con ella y lo planeé todo.
Como ya lo dije era un lunes, Ella salió a caminar por el recorrido en que yo la encontré. Debajo de mi gabardina guardaba un arma y me acerqué sigilosamente a ella. -El otro día olvide preguntarle su nombre bella dama, ¿cómo se llama?- ella me miró extrañada y entre miedo y asombro me respondió –Soy Camila- hubieran visto la expresión de ese demonio cuando le dije que su nombre real era Abigail. Saqué el revólver y le dije al oído, con el cañón del arma en su frente, -Muere lucifer-. Sabía actuar muy bien el infeliz.
Me tomé un tiempo para ir a mi cuarto y alistar mis preparativos para encontrarme con Abigail. Al parecer ese demonio convenció a todo el mundo que su verdadero nombre era Camila, pues en la primera plana de los periódicos, un enunciado en letras amarillas decía lo siguiente: “Camila, una joven de 19 años, fue asesinada por un psicópata con un tiro en la sien”.
Empecé a escuchar ruidos de gente subiendo las escaleras, susurros y murmuros. Sabía que venían por mí. Si supiera la humanidad el bien que les hice al desaparecer ese espectro de la tierra, me lo agradecerían; pero así es el ser humano, un perro desagradecido. Eso ya no importa, todo está listo; es hora del encuentro.
Espero usted, amable lector me entienda y se dé cuenta que yo salvé a Abigail.
*Un sonido de un disparo aturdidor suena en la habitación, sesos regados por la pared y el grito de una vieja anciana retumban en los oídos de los espectadores.
FIN

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